
Notas: Este contenido incluye temáticas que pueden resultar perturbadoras para algunas personas. La historia contiene elementos de violencia psicológica, manipulación, fetichismo y escenas sexuales. Si alguna de estas temáticas te resulta incómoda o inapropiada, por favor, procede con precaución. Aquí algunos puntos importantes a tener en cuenta:
● En este one shot, Tokio Hotel NO existe, es un AU.
● TOLL no relacionado. (BotBill)
● Dark Romance.
● Mild violence.
● Food kink (emetofilia implícita)
● Anal sex.
● Power Play
● Bondage (no tradicional)
● Relación con tintes psicológicos.
● Twisted love.
Clasificación: +18 (NSFW / Sólo para adultos).
Contiene contenido sexual explícito, fetichismo gráfico y temáticas no convencionales.
Dicho esto, espero que disfrutes esta obra. Es mi primer one shot, hecho con cariño.
«Sweet revenge»
(One-Shot de Roxxi Vantclare)
Billy estaba sentado en el rincón del patio de la escuela, su pequeño cuerpo encogido en el banco de madera, con las manos agarrando las magdalenas que su madre había hecho esa mañana. El dulce aroma que provenía de la masa vainilla era tan familiar y el aspecto azucarado y casi perlado de la cobertura blanca, tan linda. Su sonrisa se ensanchaba al pensar en compartirlas. Para él, ese era el momento perfecto, el pequeño regalo que podría darle a Tom, su “amigo” de toda la vida. La oportunidad de demostrarle que, aunque a veces no se llevaran muy bien, al menos podían compartir algo pequeño, algo simple, como lo hacían los amigos.
Tom estaba allí, cerca, como siempre. Bill no podía evitarlo: lo buscaba en cada receso, en cada pausa entre las clases, esperando que un día Tom lo mirara como lo hacían los demás niños: como un amigo. Pero siempre se sentía invisible, al menos cuando Tom no le pegaba.
—Oye, Tomi, toma una, son mis favoritas… mi mamá las hizo.—dijo Bill con una sonrisa brillante, ofreciéndole una magdalena.
Tom no miró a Bill. Su mirada estaba fija en el suelo, pero el gesto era más que claro: rechazo absoluto. Sin decir palabra, tomó la magdalena y la lanzó al suelo con una fuerza que hizo que Bill retrocediera un paso.
Bill tragó saliva, el nudo en su garganta más grande que cualquier palabra que hubiera podido salir de su boca.
—¿Por qué la tiraste? —preguntó, intentando mantener la voz firme, como si no le importara.
Tom no respondió. No hizo falta. Sabía lo que había hecho. Siempre lo hacía.
Era el mismo ciclo. Siempre que Bill intentaba acercarse, Tom lo violentaba con burla o indiferencia. Como si todo lo que hacía fuera una broma tonta que no merecía la mínima de las atenciones. La sonrisa que Bill había mostrado se desvaneció… no lloró pero fue, reemplazada por un sentimiento desconocido pero familiar: odio.
—Mi padre dice que esas cosas son de mariquitas—dijo Tom, con voz fría, casi como si lo repitiera de memoria, como si el peso de la frase viniera de algo más grande que él mismo.
Eso fue lo que destrozó a Bill. “Mariquitas”. La palabra flotó en el aire, pesada como una piedra. Como si todo lo que había sentido en ese momento se destruyera, como si su madre, que con tanto amor había hecho esas magdalenas, fuera de alguna manera… un chiste.
Bill miró las magdalenas rotas en el suelo. La humillación le apretó el pecho, y algo en él se rompió en ese momento. Ya no era solo el pequeño niño que miraba a Tom con esperanza. Ahora era alguien más. Alguien con una herida que no podía sanar tan fácilmente.
La rabia, ese sentimiento oscuro y profundo, comenzó a nacer en su interior, aunque aún no lo sabía. Esa rabia que se iría acumulando, que se transformaría en algo mucho más grande que un simple rechazo. Algo que crecería con él, hasta que un día… todo explotaría.
A veces, cuando Bill se miraba al espejo, no reconocía al niño que solía ser. El que sonreía con facilidad, el que compartía magdalenas con las manos temblorosas y los ojos esperanzados. Ese niño había muerto en algún rincón del patio de la escuela primaria, entre la tierra húmeda y las migas rotas.
Desde ese día, desde la magdalena aplastada, Tom se encargó de hacerle la vida imposible. No fue solo una vez. Fueron años. Toda la primaria, y al menos los primeros tres años de secundaria. Cada año, cada mes, cada semana. Su nombre salía de la boca de Tom como una ofensa.
A veces lo empujaba en los pasillos para hacerlo caer frente a todos.
Otras, le robaba los cuadernos y los tiraba en los excusados.
Una vez, Bill encontró su mochila en el techo del gimnasio, con las correas cortadas a tijera.
Una vez lo escupió. Frente a todos. Y nadie dijo nada.
Nadie nunca decía nada. Porque Bill no era como los demás.
Tom tenía esa sonrisita de patán, ese liderazgo egocéntrico que hacía que los demás siguieran como perros. Cuando él hablaba, todos lo escuchaban. Cuando Bill hablaba, apenas si lo notaban.
Así fue, hasta que algo cambió.
Fue el primer día del último año. Bill se levantó esperando lo mismo de siempre: insultos, burlas, tal vez algún golpe. Pero Tom… no hizo nada. No lo miró. No lo empujó. No le dijo nada.
No fue solo un día.
Pasaron semanas, los primeros dos meses de curso… de puro silencio y distancia. Como si Bill de repente hubiese dejado de existir para Tom.
Y eso le inquietaba, pero significaba algo: Tom por fin era vulnerable, porque dejó de lastimarlo.
Fue así, como después de un mes de silencio, Bill supo que había llegado el momento
Inició su venganza.
Pero no con ofensas, golpes…
Si no con dulzura, amor…
¿Qué tal un pequeño postrecito?
Bill vivía solo desde hace ya un año.
No porque quisiera independencia, sino porque la necesitaba.
Trabajó como mesero un tiempo, recogiendo platos y dejando propinas exactas, mientras ahorraba lo justo para su pequeño apartamento con paredes blancas, luces de neón, alfombras peludas, posters, y el olor a incienso siempre flotando entre las cortinas. Su santuario. Su nido. Su guarida.
Allí tenía sus vinilos, su maquillaje caro, su ropa perfecta. Y silencio. Mucho silencio.
Era su cumpleaños número dieciocho al siguiente día, el Tom.
Y en la mesa tenía todo preparado: harina, mantequilla, huevos, azúcar, cacao…
Una bandeja con capacillos blancos vacíos esperando.
El horno precalentado.
Y un atisbo de duda que surgía en su interior.
—¿Y si se las doy con buena intención? —pensó por un momento, mientras observaba los ingredientes meticulosamente.
Tom ya no lo molestaba.
Ya no lo empujaba, ni le gritaba maricón, ni le robaba cosas para romperlas.
A veces incluso le pedía lápices o bolis con una voz casi…¿cordial?.
Y sí, todavía era guapo…
Brillante, incluso. Tenía esa forma de caminar como si el mundo le perteneciera, como si nada pudiera afectarle.
Y eso le fastidiaba más.
Bill tragó saliva.
La rabia venía en oleadas. Recordaba las risas, los empujones, los comentarios sobre su maquillaje, su ropa, sus uñas pintadas.
Recordaba las magdalenas en el suelo.
Y de pronto, no pensó.
Comió.
Metió la mano en la mantequilla y se la llevó a la boca como un animal sin importarle que se le metiera un poco bajo las uñas, que cuidaba con esmero… Ya que para un chico de secundaria y foráneo, unas uñas acrílicas significaban una buena pasta.
Cogió los huevos y los tragó crudos, sin importarle nada la textura viscosa y el olor fuerte.
La leche directa del cartón.
El cacao en polvo, aunque tosiera al intentar tragar tanto de golpe.
Comió, comió y comió.
Hasta que el cuerpo no pudo más.
Se dobló sobre la encimera, jadeando, con el estómago pesado.
Y ahí, con una fuerte arcada y el ruido del líquido saliendo propulsado, lo vomitó todo dentro del bol de vidrio.
Lo miró.
Y se rió.
No supo si fue por satisfacción, o porque al momento se le ocurrió algo mil veces mejor.
No necesitaba laxantes. Esa había sido la idea original, algo suave, una simple cagalera por su cumpleaños.
Pero esto… esto era distinto, hermoso.
Un regalo que salió de lo más profundo de sí mismo.
Un recuerdo de lo que había tenido que tragarse durante años.
Tom merecía tragarse de nuevo el odio que le sembró.
Así que lo revolvió.
Le añadió vainilla.
Ralladura de naranja para disimular el amargor.
Unas gotas de limón para neutralizar el olor fuerte.
Y colorante rojo. Mucho, con tal de disimular la mala pinta.
Nada mejor que unas magdalenas red velvet para su “enamorado”.
Cada vez que se asomaba a ver como subían las magdalenas, sonreía para sí mismo
Y el apartamento se llenó de un dulce aroma que podría engañar hasta al mejor de los críticos.
Al terminar, rellenó las magdalenas con un centro de crema de avellana y las decoró con un merengue de vainilla por encima y pequeños corazones de chocolate negro, una decoración simple pero a su vez opulenta. Y las metió cuidadosamente en una caja de cartón y una tapa transparente, cuyo fondo adornó con confetti de corazoncitos rojos, rosados, blancos… Y finalmente, aseguró la caja con pequeño listón negro que ató de modo que tuviera un pequeño lazo.
&
El recreo empezaba y el aire olía a tierra y hojas del patio… también a cosas que ya no dolían tanto como antes.
Bill estaba sentado bajo el árbol, solo. Pero no como antes: no con tristeza, sino con una calma que le nacía del pecho. En sus manos, una cajita de cartón decorada con tanto esmero la tarde anterior, sus favoritas. Dentro, seis magdalenas perfectas, rojas con ese glaseado suave por encima.
Lo vio venir a lo lejos.
Tom.
Riendo con sus amigos, como siempre, la ropa ancha, las rastas largas, algo desastroso pero guapo sin querer.
Al verlo, su corazón se apretó.
Se levantó.
—Hey, Tom —llamó.
Tom se giró y, por primera vez en mucho tiempo, le sonrió sin burla.
—¿Sí?
—Feliz cumpleaños —dijo Bill, ofreciéndole la caja—. Son para ti.
Tom se detuvo. La miró como si no entendiera, pero no con desconfianza… con sorpresa. Con ese brillo raro en los ojos que aparece cuando algo bonito te toma desprevenido.
—¿En serio?
—Sí.
—¿Y esto por qué?
Bill se encogió de hombros.
—Porque sí, sin rencor.
—Y añadió, sin mirar directamente—: Vale, sin rencores. Tom lo miró. Por un momento pareció querer decir algo más, algo que se le quedó atascado en la garganta.
Extendió la mano. Bill la aceptó, y en el apretón, Tom le acarició el dorso con el pulgar, despacito.
Un gesto simple, íntimo. Como si quisiera quedarse ahí un poco más.
—Gracias —dijo, bajando la voz—. En serio.
Georg y Gustav se asomaron por encima de su hombro.
—¿Eh, eso qué es? ¿Podemos?— Preguntó con asombro el rubio al ver el obsequio.
Tom negó, guardando la caja contra el pecho.
—No, son mías. Soy el cumpleañero.
Rió, y Bill lo vio probar la primera.
Ya con Bill por su lado y él con su grupito, la mordida fue pequeña, pero cuando la tragó, se quedó en silencio. Luego soltó un suspiro profundo, como si algo dentro de él se hubiera derretido.
— Dios, que buenas…
Bill se sentó de nuevo bajo el árbol.
Cruzó las piernas, apoyó la barbilla en su mano, y lo observó comer.
Victorioso.
Con deseo.
Con odio.
Con todo mezclado.
Pasaron apenas unos minutos desde que Tom terminó la última magdalena.
Bill aún sentía el sabor ácido en la garganta. No el de los dulces: el de la satisfacción… o quizá por la acidez que sentía en el estómago por vomitar tanto el día anterior.
—Oye, Bill —la voz de Tom lo sacó de su cabeza.
Se giró. El otro estaba solo, los ojos más abiertos de lo usual, como si algo dentro de él estuviera temblando.
—¿Podemos hablar? En privado.
Bill alzó una ceja, fingiendo sorpresa, y asintió. Lo siguió por los pasillos hasta una biblioteca antigua, abandonada por la mayoría desde hacía años. El polvo flotaba en los rayos de sol, y las paredes olían a papel viejo y humedad. Cerraron la puerta.
Y entonces pasó.
Tom lo tomó por el cuello y la cintura al mismo tiempo, con desesperación. Como si se le fuera a ir. Lo besó. No fue un beso torpe ni tímido: fue apresurado, roto, cargado de secretos guardados durante años. Lo sostuvo fuerte, apretando los dedos en su espalda, haciendo chirriar el cuero de su chaqueta contra estos… gozando de su aroma a perfume, y la laca de su pelo, como si quisiera fusionarse con él.
Bill se lo regresó. Con todo.
Le respondió con el cuerpo entero. Le devolvió cada beso con hambre, con ese amor que siempre guardó pero mientras una idea peor surgía desde el rincón más recóndito de su mente.
Cuando se separaron, Tom estaba agitado. Lo miró con un brillo de culpa en los ojos.
—Fue el regalo más bonito que me han hecho nunca —susurró—. Yo sé que dijimos que ya no había rencor pero… igual necesito pedirte perdón, Bill. En serio.
Bill no dijo nada. Lo miraba. Y aunque en sus ojos había una dulzura que parecía real, por dentro ardía un fuego distinto.
—Me gustabas —siguió Tom, con la voz rota—. Me gustabas desde siempre. Pero no sabía cómo manejarlo. Me daba miedo. Me dijeron que eso estaba mal, y… fui un imbécil. Un imbécil contigo.
Y entonces Bill lo abrazó.
Lo abrazó como si lo perdonara. Como si todo estuviera bien. Le acarició el cabello, la mejilla. Lo besó despacio en los párpados, en la nariz, en la comisura de los labios.
—Shh… no te preocupes, Tomi. —murmuró—. Yo te adoro.
Y sonrió.
Porque muy en el fondo lo adoraba, sí.
Pero eso no era más grande que su deseo de seguir su venganza y deshacerse de Tom… para siempre.
Pasaron semanas desde el beso en la biblioteca.
Y algo cambió.
Tom ya no era el chico cruel que le escupía en el cabello. Ahora lo buscaba en los recreos, lo esperaba a la salida, y lo tocaba como si tuviera miedo de romperlo. Empezaron a salir. Sin apuros. Sin nombre para lo que eran. Pero con todas las señales claras: susurros en los pasillos, miradas cómplices, caricias breves debajo de las mesas. Nadie se escandalizaba. Era como si todo el mundo ya lo supiera… como si todos supieran desde siempre que eso iba a pasar.
Una tarde, a mitad de una conversación sobre películas, Bill se le quedó viendo a Tom mientras reía con la cabeza echada hacia atrás. Y entonces lo recordó.
El helado. El limón.
La piscina.
Excursión de fin de curso en sexto de primaria. Igual que los años anteriores. Todos alborotados, el calor pegajoso, el sol quemando la espalda. Tom corriendo al puesto de helados. Siempre pedía el de limón, como si no pudiera vivir sin él.
Y siempre, siempre, terminaba media bola estampada en el cabello de Bill.
—Tonto del culo —decía, mientras le escupía la cara y luego lo tiraba al agua de un empujón.
Bill volvió en sí, apretando los dientes.
—Vamos a hacer pie —murmuró para sí, mientras se ataba el cabello con rabia.
Puso todos los ingredientes sobre la mesa: galletas María, mantequilla, leche condensada, limón, huevos. Miró todo un rato. Lo tocó. Lo olió. Se le revolvió el estómago. Y entonces, como si su cuerpo lo recordara, empezó a comer.
Masticó las galletas lentamente. Una a una. Hasta hacerlas polvo en la boca y escupirlas en la tartera.
Luego se tragó la mantequilla, fría, sólida, grasosa.
No tardó en vomitar.
La mezcla quedó en un bol, viscosa y dulce. Aún tibia. Agregó unas gotas de vainilla, ralladura de limón, colorante para que se viera más vivo. Mezcló. Siguió con los huevos, la leche, el zumo ácido que le quemó la lengua… y volvió a vomitar. Y mezcló de nuevo Hasta que no se notara lo que realmente era.
Lo horneó. Lo enfrió.
Y lo guardó.
Ese fin de semana también lo invitó a su departamento.
Vieron una película sentados en el sofá. Una tonta, de ciencia ficción barata, Bill solo fingía que le gustaba… Esas no eran su rollo. Se reían sin parar. Hasta que él trajo dos platos y puso delante de Tom una rebanada generosa del pie.
—¿Y tú no comes? —preguntó Tom, con el tenedor al aire.
—No me suele gustar tanto esta receta —dijo Bill, sentándose a su lado con un bol de palomitas—. Es como… demasiado empalagosa. Pero quiero que tú la pruebes. La hice con todo el amor que me sale de dentro —sonrió con dulzura—. Además, sé que te encanta el helado de limón. No es lo mismo, pero está frío. Cuenta, ¿no?
Tom rió. Dio el primer bocado. Cerró los ojos.
—Joder… —murmuró, tragando con gusto—. Bill… Esto está increíble.
Bill sonrió, ladeando la cabeza.
—¿Sí?
—Sí, pero no tanto como tú, ven aquí…
Tom lo jaló suavemente hacia él, haciéndolo sentarse en sus piernas. Lo abrazó por la cintura y lo empezó a mimar: besos en la mejilla, en la sien, caricias lentas… Un que otro apretón en el culo, producto de sus manos inquietas.
—Me encantas, Bill… Me encanta que me llenes de detalles tan ricos, que me conozcas tan bien… Te amo.
Bill sintió un escalofrío. No de emoción. De placer frío, oscuro… disfrutando de su ingenuidad
Le acarició la cara, le devolvió los besos.
—Y yo a ti…
Siete meses después
Siete meses de besos, de caricias, de sobremesas dulzonas y noches enteras pegados el uno al otro en la cama de Bill. Siete meses de paseos, de regalos, de mensajes melosos, de “te amo” tan dulces como el almíbar.
Pero Bill no lo había olvidado.
Ni un solo día.
Por eso planeó el viaje.
Una cabañita en el bosque, lo suficientemente lejos como para que nadie escuchara si alguien gritaba. Un fin de semana para “conectar con la naturaleza”. Aunque Tom llevaba condones y un pequeño bote de lubricante consigo pensando que al fin después de meses de espera… darían el paso, según él, era el lugar ideal. Prepararon mochilas, una mini compra, cosas de pesca que jamás usarían. Y entre eso, el arma.
—Vamos a pasarla lindo, ¿no? —dijo Tom esa mañana—. Como en esa peli… La del diario.
— En Diario de Una Pasión, no hay ninguna cabaña, tontito… Pero sí.—corrigió Bill, divertido mientras se abrochaba el cinturón en el asiento del copiloto dentro del coche de Tom.
El camino fue tranquilo.
Charlaron sobre tonterías, pusieron música suave, se rieron con un par de chistes malos. Tom llevaba la mano izquierda en el volante y la derecha sobre el muslo de Bill, acariciándolo cada tanto. Parecían una pareja como cualquier otra. Una pareja feliz..
Al llegar, el lugar era perfecto. Una cabaña vieja, húmeda y polvorienta en medio de un denso y frío bosque.
Luego de ver una película de horror en la laptop de Bill con las mini pizzas que Tom preparó (la “especialidad” que solía hacer para Bill las pocas veces que él era el anfitrión en sus citas). Ambos estaban en la cama, con las mantas que Bill trajo de casa, mimándose y hablando de lo mucho que les gustaba estar ahí juntos, luego un silencio… cómodo, pues Bill estaba demasiado tranquilo a pesar de sus planes.
Pero segundos después, él mismo lo rompió.
— Cariño… ¿Te apetece un vasito de malteada? Es que sigue dentro de la nevera, y creo que si se derrite el hielo, se estropeará.
Tom levantó una ceja, sonriendo como si esa propuesta fuera lo más tierno del mundo.
— ¿La de fresa?
— Sí. La hice con todo mi amor —le guiñó un ojo.
Tom se incorporó un poco en la cama, apoyado en los codos, y asintió.
—Bueno, si es de esas que haces tú… no me puedo negar.
Bill se levantó con calma, caminó hacia la pequeña cocina mientras Tom lo observaba, todavía con esa expresión boba y feliz. Abrió la nevera, sacó el vaso opaco y lo agitó un poco para que el contenido volviera a estar uniforme. Servirlo no le llevó más que unos segundos.
Volvió con una sonrisa serena y la bebida en la mano.
— Aquí tienes, mi vida. Bébela antes de que pierda la gracia.
Tom tomó el vaso, lo miró curioso, y dio el primer sorbo.
—Mmm… Tiene un sabor… distinto. ¿Le cambiaste algo?
—Un poco menos de azúcar —respondió Bill, sin pestañear.
—Está más densa… pero no está mal. Tiene como…
Lo miraba con ternura. Bill se acomodó a su lado, acariciándole el pecho por encima de la camiseta, observando cómo, lentamente, Tom comenzaba a parpadear más despacio.
—¿Estás bien, mi amor? —preguntó Bill en voz baja, casi tierna.
—Sí… solo… me siento algo cansado… qué rápido me pegó la peli, ¿no? —balbuceó Tom.
Bill sonrió. No respondió. Solo le apartó con dulzura el vaso de las manos antes de que se le cayera.
—Shhh… duerme, cielo. Te cuido.
Y Tom, entre bostezos, fue cayendo en un sueño profundo.
Cuando abrió los ojos, todo era borroso. Su cuerpo se sentía pesado, y la luz que se colaba por la ventana parecía más intensa de lo normal, como si el mundo le gritara al oído con cada rayo de sol. Intentó moverse… pero algo tiró de sus muñecas.
Cuerda.
Parpadeó con fuerza, mareado. Tardó unos segundos en darse cuenta de que estaba atado a una silla, en el comedor. Tenía las manos bien sujetas al respaldo, los tobillos firmemente fijados a las patas de madera. El corazón le dio un vuelco. La cabeza le daba vueltas. Y el sabor en la boca… el asco lo golpeó de golpe.
—¿Bill? —murmuró, con la voz áspera, apenas un hilo tembloroso.
Entonces lo escuchó. Tacones suaves contra la madera vieja del suelo. Paso lento. Controlado.
—Hola, cariño —dijo Bill, asomando desde la cocina con una taza entre las manos—. Dormiste como un bebé.
Tom tragó saliva. Sus ojos buscaron desesperados algún indicio de broma, de juego, de explicación lógica. Pero no había nada que lo calmara. Solo una mesa. Y sobre ella: una bandeja con magdalenas… exactamente iguales a las mismas que le dio por su cumpleaños, el portátil encendido… y una glock. Cargada. A unos centímetros del teclado.
—¿Qué es esto? ¿Qué… qué pasa? —preguntó, aún confundido.
Bill caminó hacia él con esa sonrisa suya. La misma sonrisa de siempre. Solo que ahora… era otra cosa. Era peligrosa. Era dulce. Era venenosa.
—Tranquilo. No te va a pasar nada… todavía —se inclinó para dejar la taza a un lado y lo observó de cerca, con ternura en los ojos, y una rabia vieja detrás—. ¿Sabes? He esperado tanto este momento. Lo he saboreado desde el primer “te amo”. Desde el primer beso que me diste sin saber todo lo que te debía.
Tom parpadeó. Miró las magdalenas. El arma. El brillo en los ojos de Bill.
—No… —empezó a decir, pero la voz se le quebró.
—Sí —susurró Bill, rozando su mejilla con la suya—. Vas a ver algo precioso ahora… mi propio corto. Una especie de documental. ¿Te acuerdas de esas magdalenas que tanto te gustaron?… Bueno, todos los dulces
Tom asintió, temblando… pero extrañamente, no se veía nada asustado
—Vas a ver cómo los hice.
Y con eso, Bill se giró, dio dos clics, y el video empezó. El primer sonido fue seco: arcadas. Luego, una risa de fondo. Y Tom se quedó completamente quieto.
La pantalla mostraba lo imposible. Y aún así… no podía dejar de mirar.
Las magdalenas.
El pie.
La jarra glühwein* que Bill había preparado para Tom en navidad.
Las galletas de corazones del día de San Valentín.
Incluso la malteada que acababa de beberse, cuyo clip era claramente de la noche anterior… en la que también incluyó Alprazolam, uno de los medicamentos que le había recetado su psiquiatra desde los 14 años además de los antidepresivos, resultado de todo el acoso interminable que Bill sufrió por parte de Tom.
Había encontrado la manera de que absolutamente TODO lo que le había dado de comer a Tom, tuviera vómito.
*El glühwein. Es un vino caliente especiado muy popular en Alemania durante la Navidad, especialmente en los mercadillos navideños. Suele llevar vino tinto, canela, clavo, anís estrellado, cáscara de naranja y azúcar.
Tom no tuvo tiempo de reaccionar cuando Bill se acercó de nuevo, con una magdalena en una mano y el arma en la otra.
—Cómetela —ordenó.
Tom abrió la boca para protestar, pero Bill ya le había aplastado el dulce contra los labios, con la otra mano firme apuntándole la cabeza.
—¡Cómetela, joder! —gritó, los ojos inyectados de rabia, brillando con lágrimas no derramadas.
Tom tragó saliva. Fingió temblar. Fingió miedo.
Y se la comió.
Rápido, a bocados torpes, sin mirar a Bill. Se atragantó una vez. Tosió. Siguió comiendo.
—Otra —dijo Bill, y le puso la segunda en la boca.
Después la tercera.
Y la cuarta.
Tom se las tragaba todas. No decía nada.
Hasta que llegó a la quinta.
Tom la tomó entre los dientes… pero no la devoró. La sostuvo. La mordió lento.
Cerró los ojos.
Saboreó.
Bill lo notó.
Frunció el ceño.
—¿Qué haces?
Tom masticó, tragó.
Y sonrió.
—Están deliciosas —dijo, lamiéndose el labio—. Pero ahora… ahora saben incluso mejor.
—¿Me estás tomando el pelo?
—No, en serio —suspiró, mirando la siguiente magdalena como si fuera un postre de lujo—. Saber que esto salió de ti… de tu cuerpo.
Que literalmente estás dentro de mí…
No sé, Bill… es como comerte.
Bill apretó la mandíbula. El arma temblaba en su mano.
—Vas a morir —susurró, furioso—. Te voy a matar. Te juro que te mato ahora mismo.
Tom lo miró directo a los ojos. No había rastro de miedo.
—Hazlo —dijo—. Pero si lo haces, voy a morir con la boca llena de ti. Pensando que esta es la cosa más jodidamente bella que alguien ha hecho por mí.
Pensando… que me perteneces y yo te pertenezco.
Tanto como yo siempre quise pertenecerte a ti.
El silencio se hizo más pesado que el cañón del arma.
Bill no se movía.
Tom bajó un poco la voz.
—Yo no sabía cómo quererte. No sabía cómo expresarlo. Solo sabía cómo romperte.
Pero nunca quise que desaparecieras.
Y cuando crecí…
…cuando crecí, me di cuenta de que tu sufrimiento era lo único que me hacía sentir algo, aunque al principio me arrepintiera.
Bill apretó los ojos. Un tic le sacudió la ceja.
—¿Tú te… pensando en eso? —susurró, la pregunta era fácil de intuir.
Tom asintió.
—Mucho. Me la machacaba como un enfermo, pensando en tus lágrimas y esos lindos pucheros que hacías antes de llorar. En tu rabia. En el día que vendrías a buscarme para hacerme pagar. Y soñaba, Bill… soñaba que te volverías tan oscuro como yo. Que me atarías. Que me castigarías así, que un día… por fin… tú me someterías. A veces, incluso ahora, lo hacía… Me encantaba lo que teníamos hasta ahora. Pero me aburría un poco, lo admito.
Bill tragó saliva. El arma bajó unos centímetros.
—Y ahora todo esto que está pasando —murmuró Tom— Me pone muchísimo también, me fascina.
Bajó la mirada con descaro.
Su entrepierna hablaba por él.
Un bulto bastante sobresaliente tensaba la tela del pantalón… Esos anchos que siempre usaba, incluso así era perceptible.
Bill parpadeó. Lo miró. Lo miró otra vez.
Y negó con la cabeza, como si acabara de perder una batalla que nunca supo si quería ganar.
Dejó caer el arma.
—Eres un estúpido… —murmuró, la voz vibrándole en la garganta.
Y se sentó sobre sus piernas.
Lo besó.
Primero lento. Luego desesperado. Como si no pudiera parar.
Tom empezó a sudar. El contacto con su cuerpo, la tensión, el calor—todo lo estaba desbordando. Sus muñecas atadas crujían contra la madera de la silla.
—Perdón… —susurró Bill entre besos—. Perdón por querer matarte…
Tom rió bajito, contra sus labios.
—Tranquilo… fue solo un sustito…
Volvieron a besarse. Más profundo. Más bajo. Más húmedo, Tom gozaba y suspiraba entre los besos, sintiendo como el piercing en la lengua de Bill acariciaba sutilmente la suya.
Bill deslizó las manos hacia los nudos de sus muñecas.
—Voy a desatarte.
—No —dijo Tom.
—¿Qué?
—No lo hagas.
Bill lo miró.
—¿Estás seguro?
Tom asintió.
—Quítatelo todo —susurró Tom, la voz rasposa.
Bill se separó de él despacio, se puso de pie, y sin apartarle la vista, empezó a desnudarse.
Primero la camiseta, totalmente blanca al igual que los pantalones que cayeron al suelo junto con la ropa interior.
Quedó completamente expuesto ante él.
Tom tragó saliva, los ojos ardiendo de necesidad, pero no pudo moverse: seguía atado a la silla.
—Déjame verte… —murmuró Tom, casi temblando.
Bill obedeció, acercándose apenas, permitiendo que Tom lo viera bien, además de soltar su cabello que debido al clima decidió dejar liso, haciendo que le cayera delicadamente en los hombros.
Lo miraba desde arriba, disfrutando de la manera en que Tom casi jadeaba, atado, impotente, aún vestido. Se deleitaba en la piel blanquecina de su novio, en su cuerpo frágil y delgadito… en la pequeña cintura que contrastaba ligeramente con sus caderas, donde se encontraba el tatuaje de estrella, realzando sus proporciones.
Entonces, cuando Tom, desesperado, alzó los ojos para pedirle algo más —para suplicarle que se acercara, que hiciera algo—, Bill sonrió frío.
—No tan rápido —dijo—. Si quieres algo…
Vas a tener que rogar.
Tom parpadeó, confundido.
—Así como yo te rogaba a ti —susurró Bill, agachándose para rozarle la oreja—. ¿Recuerdas? Cuando era un niño. Cuando te suplicaba que no me pegaras. Que no me escupieras. Que no me patearas.
Tom se estremeció. Su boca se abrió y cerró, pero ningún sonido salió.
—Ruega —ordenó Bill.
Y Tom… lo hizo.
Humillado.
Pero sentía que su entrepierna explotaría si no hacía algo pronto.
Deseándolo más que a nada.
—Por favor… —murmuró—. Te lo ruego, Bill… no me dejes así, móntame. Necesito sentirte… quiero que seas tú… solo tú…
Quiero sentirte. Todo tú.
Que me uses.
Bill sonrió.
Una sonrisa lenta, cruel.
—¿Eso quieres?
Tom asintió frenéticamente.
Bill se inclinó, rozando apenas su nariz con la de Tom.
— Entonces, suplícame.
Tom cerró los ojos, gimiendo.
—Por favor… —balbuceó—. Por favor, Bill… te necesito. Déjame sentirte. Hazme tuyo.
Tómame como quieras.
Te lo suplico.
El pecho de Bill subía y bajaba pesadamente.
Una oscura satisfacción brillaba en sus ojos.
Finalmente, con una paciencia que hizo que Tom soltara un pequeño quejido de frustración, se acercó a la cinturilla de los pantalones de chándal que llevaba, siendo que estaban por irse a dormir
Tom levantó la cadera de nuevo, facilitándole la tarea aunque sus muñecas dolieran de estar amarradas.
Cuando Bill lo liberó, la erección de Tom saltó libre, roja y temblorosa.
Bill se lo quedó mirando, divertido, como si no pudiera creer la imagen: Tom, su Tom, reducido a eso.
Bill no pudo contener la carcajada, ronca, rota.
Se subió a sus piernas, bajó la cadera lentamente, poseyéndolo.
Tom gemía, se arqueaba, los puños apretados en las cuerdas.
Estaba tan perdido que no oyó cuando Bill murmuró contra su oído:
—¡Ngh!… Ha llegado tu hora, Tomi.
Tom jadeó. No podía pensar. No podía hablar. Solo sentía.
Bill sonrió de medio lado, cínico.
—Voy a…—se burló, empezando a moverse más rápido, subiendo el ritmo—.
Su voz era veneno.
—Voy a devolverte todo lo que me hiciste sentir —gruñó Bill—. Mírate.
Te ves miserable.
Patético.
¿Cómo es posible que tú, que eras quien me pisoteaba, acabes así… debajo de mí?
Tom abrió los ojos, nublados, su boca medio abierta de placer.
Bill le dio una bofetada, fuerte.
Tom soltó un gemido ahogado. Sorprendido. Pero sus caderas buscaron más.
Bill lo agarró del mentón, lo besó de golpe, mordiendo, destrozándole la boca, haciéndole sangrar un poco.
Tom respondió igual, desesperado, mordiendo también, buscando cada gota de dolor que pudiera sacarle.
Cuando Bill se separó, sus labios brillaban con la mezcla de saliva y sangre.
—Se nota que eres un marica —espetó Bill, cruelmente—. Dilo. Dilo, Tom.
Tom, jadeante, negó con la cabeza. Estaba demasiado perdido, mientras sus gemidos llenaban el lugar.
Bill soltó una carcajada rasposa.
—¿No vas a hablar? —dijo con malicia—. Entonces abre la boca.
Tom, sin pensar, la abrió.
Bill escupió dentro, viéndole casi con desprecio
Pero Tom… tragó. Sonrió, ancho y embobado. Como si fuera el mayor regalo del mundo.
Bill soltó otra risa, rota, rendida.
—Eres un marica —decretó, bajando la cabeza para devorar su cuello.
Tom alzó el rostro, sudoroso, deshecho, con las muñecas aún tirantes. Lo miró a los ojos con la cara roja, la respiración cortada.
—¿Por qué me odias, Bill?
El otro se quedó quieto. Su cuerpo temblaba, pero no por debilidad. Por lo que estaba conteniendo. Los labios le temblaban, como si las palabras quisieran salir… pero no pudieran.
—Te odio porque… —empezó.
Pero no siguió.
—Porque…
Se quedó callado. La voz no le salía.
Tom lo notó. Lo sintió.
—No puedes decirlo —murmuró con una media sonrisa dolida—. No puedes porque no es odio. Es otra cosa. ¿Verdad?
Bill lo miró. Una chispa brilló en sus ojos, algo salvaje, algo roto.
—Yo… —tragó saliva—. Cállate.
—No.
Tom levantó un poco la cadera, jadeando.
—¿Sabes cómo sé que yo también te amo?
Bill no dijo nada.
—Porque en tercer grado… cuando hicimos esa estúpida obra de Navidad… —jadeó—. Te tocó ser el ángel. Y a mí un estúpido ciprés. Estaba al fondo, de verde, con esas ramas de cartón. Y tú… tenías la vocecita más linda que he oído nunca.
Los movimientos de Bill se volvieron más lentos. Escuchaba. Atento. Absorto.
—Me dijiste que lo había hecho bien… que a mamá le había quedado bonito el disfraz. Que no me preocupara, que los arbolitos también eran lindos…
Bill soltó un leve aliento. Se le escapó. Como si no recordara haber dicho eso… o como si sí lo recordara, demasiado.
—Y yo solo supe empujarte —continuó Tom—. Porque no sabía qué más hacer. Porque me habías defendido delante de los otros cuando se rieron… y eso me dolió. Me dolió, porque no sabía lo que sentía. Porque eras tú.
Tom se retorcía, jadeando y sollozando, sus palabras brotaban atropelladas, entre gemidos bajos, como si le doliera cada sílaba que pronunciaba.
—¿Recuerdas…?… ¡Hmph, oh! — dijo, con la voz quebrada—. ¿Recuerdas ese boli en sexto que siempre chupabas? Nunca… nunca lo mordías, solo… solo lo chupabas… El negro… el negro con purpurina que perdiste, ¿sí? Yo, ah… así. Yo lo cogí… llegué a casa solo para… para olerlo, tocarlo… —su mano temblaba en el aire, como queriendo agarrar algo invisible—… y también lo chupé…
Un gemido ronco se escapó de su garganta y se perdió en un suspiro desesperado.
—¡Oh, joder!… el olor a babas… Mgh. Fue horrible… asqueroso, pero… pero no me importaba, porque eran… eran tus babas… —se acercó, casi sin aliento—. Dámelas, ¡Las quiero!… bésame… bésame, Bill… Uhh.
Sus ojos brillaban con locura, fijos, desesperados. Y mientras Bill se movía, Tom seguía murmurando, jadeando, como un animal atrapado que no se podía soltar de su depredador.
Bill lo miró con los labios entreabiertos, empapado en sudor y jadeando por el esfuerzo, por el caos, por todo. Y por Tom. Por su Tom. Algo dentro de él crujió cuando lo oyó gemir ese “babas”. Un chasquido interno. Algo se rompió. O se liberó.
—Oh, Dios… —susurró, con la voz temblorosa—. Tú… tú eres peor que yo…
Le temblaban los dedos cuando le sostuvo la cara. Se la agarró, se la clavó con las uñas, se la mantuvo firme.
—Y pensar que me dejabas derribado por darme patadas, ¿eh?… —soltó una risita baja, enferma, y lo besó con rabia—. Ese puto boli… me encantaba… ¿De verdad lo chupaste?
Y sin esperar respuesta, le metió la lengua en la boca. Lo besó fuerte, profundo, como si pudiera sacarle todo eso —los años, las memorias, la miseria, la obsesión— directo desde el pecho.
—Tómalas entonces… todas mis babas, toda mi boca, toda mi maldita lengua… ¡trágatelo todo, Tom!
Y volvió a besarlo. Lo devoraba. Lo sorbía. Lo marcaba con los dientes, como si ese beso fuera lo único que les quedaba, como si se lo hubieran estado debiendo toda la vida.
Estás tan enfermo… —susurró contra su lengua, sin dejar de besarlo—. Me enfermas, me das asco, mucho… me encantas.
La silla crujía bajo ellos, temblando con cada movimiento. Tom estaba atado, brazos y piernas inmóviles, pero se retorcía igual, alzando las caderas lo poco que podía, buscando a Bill, enloquecido. Su voz salía entrecortada, ahogada en gemidos:
—Me… me masturbo con tu foto del anuario, del curso pasado… —soltó, con la boca entreabierta, los ojos clavados en los de Bill, húmedos de locura—. La recorté… tenía esa puta sonrisa tuya… perfecta. No la tiré, Bill… la metí bajo mi almohada. Aún está ahí. Todas las mañanas le digo… le digo lo feliz que soy de ser tuyo… de que seas mío…
Tiró de las muñecas, inútilmente, gruñendo con frustración. Su torso sudado se arqueaba por instinto, y cuando Bill se inclinó sobre él, Tom alzó el cuello, hambriento, como un adicto.
—¡JODER, ODIO ESTO! Déjame… —jadeó, sacando la lengua apenas—. Déjame… mgh… probarte… por favor…
Bill bajó. Tom gimió antes de siquiera sentirlo, y cuando por fin tuvo su lengua sobre el sudor de su cuello, soltó un sonido ronco, casi roto. Lo lamió con devoción, tragando fuerte.
—Te probaba en mi lengua antes de tenerte… —susurró con la voz completamente ida—. Ahora por fin… por fin te tengo…
Bill no respondió con palabras, solo con un movimiento más firme de caderas. La silla chirrió bajo ellos. Tom gritó de placer. Bill, respirando con fuerza, afianzó las piernas y apretó los muslos, manteniendo el equilibrio sobre Tom mientras seguía moviéndose con violencia rítmica, obsesiva.
El sonido de su unión era húmedo, crudo…
Tom jadeaba con la cabeza echada hacia atrás, los ojos medio cerrados y la voz temblando:
—¡Dios… Dios, Bill, me vas a matar! Sigue, sigue, sigue… así…
Bill se inclinó hacia él, temblando también, su cuerpo empapado de sudor:
—Voy a… —murmuró, con los dientes apretados—. Voy a acabar…
—Yo también… ¡joder, yo también! —Tom soltó una carcajada delirante, con la voz rota—. Libérame… por favor, ¡hazlo!
Bill, temblando, se inclinó sobre él mientras seguía moviéndose con desesperación. Sus dedos torpes buscaron las ataduras en las muñecas. Los nudos se soltaron de a poco.
Tom respiraba agitado, mordiéndose el labio, y apenas notó cómo la presión cedía, susurró:
—Te amo… te amo tanto que me cabrea. Su voz se quebró en un sollozo—. Por favor, sigue cocinando para mí… todos los días… Cásate conmigo, Bill… por favor… cásate conmigo…
Las manos libres volaron al rostro de Bill, lo sujetaron con fuerza, bajaron a su nuca, hundiéndose en su cabello.
Lo besó.
Fue el beso más enfermo, más urgente, más sincero.
Y entonces, los dos explotaron al mismo tiempo.
La silla casi cae. El gemido de ambos se fundió en uno solo.
Y por un momento, el mundo se quedó en silencio.
F I N
¡Bueno! Ese es el final de esta obra. Muchas gracias por leer hasta el final, espero que te haya gustado. Debo decir que me costó muchísimo terminarla, sobre todo por las escenas explícitas… jamás me había dado cuenta de lo incómodo que puede ser escribirlas, y lo fácil que es quedarse atascada en ellas JAJAJA. Empecé esta vaina el 26 de abril y la terminé el 18 de mayo, lol. Pero me gustó tanto el proceso que creo que voy a empezar a escribir más… 😭
Antes de irme a pasear a mi perrita xD, quería hacer un shoutout a Kasomicu, porque me parece unx autorx maravillosx y sus obras me inspiraron a probar el formato de One Shot y a volver a escribir después de tanto tiempo. (Inciso para decir que Tom Boy Cam me parece la mejor vaina del mundo, ¡y con todo y que apenas tiene cinco capítulos –o eso al momento de ser escrita esta dedicatoria–, ya me tiene ENGANCHADÍSIMA!).
Y también un pequeño agradecimiento para mi amiga Kat, que siempre es quien más me motiva a escribir estas cosas y a quien me encanta mandarle mis borradores JAJA… aunque lleve tres meses sin responder role 😭
Un abrazo a ambxs, a todos los que leyeron, ¡y muchas gracias por estar aquí!
Debo confesar que lo único que me generó «ansiedad» fue cuando Bill agarró la mantequilla con las manos y le quedó bajo las uñas asdgasds. DIOS. Para mí, es una de las peores sensaciones de la vida. 🤣
AMÉ, AMÉ. Roxxi: AMÉ este one-shot y cómo fue construyéndose el vínculo patológico de B&T. 🥹 No diré nada más, pues twins de preferencias a la hora de escribir… así que, arte puro has hecho, belleza. 😌❤️🔥
Bienvenida, Roxxi querida. MUAK. 🤍✨
De verdad, muchísimas gracias, guapa! A mí también me da mucho “yuyu” eso, JAJA. Quise enfocarme en las sensaciones, los olores… así quedaba más “catchy”. De verdad, me alegra muchísimo el corazoncito saber que a una escritora tan increíble le haya gustado 😭💗. Porque, siendo honesta, pensé que me estaba arriesgando demasiado con las temáticas. ¡Gracias de corazón a todxs ustedes por hacerme un huequito en un lugar tan bonito como esta comunidad!